La alteridad vestida. Centro hispano-boliviano. Madrid. 2007
El rostro en viaje hacia el retrato
Si hay algo que los seres humanos llegaron a comprender pronto, independientemente del enclave cultural, fue el carácter de la propia identidad; apercibiéndose del desdoblamiento de sus límites corpóreos al paso por la vida en forma de sombre, reflejo o huella, y la posibilidad de apropiación de estos jirones existenciales por parte de otros, incluso hasta el punto de volver contra las estribaciones de su yo.
La cultura andina, por ejemplo, establece una cosmovisión, a modo de planos o esferas, en trono al término Pacha que sutura en gran medida esta pérdida. Su equivalente más inteligible sería la unidad que conforma el espacio-tiempo. Así Pacha se refiere a la totalidad de modo en que entendemos al eterno y dinámico espacio-tiempo. Un concepto que se percibe como la unión de todos los elementos que los seres humanos lleguen a captar a través sus sentidos, pensamientos, inspiraciones e intuiciones. A la vez, Pacha se divide en tres planos interactivos: Pachakamak (Vida Espiritual); Pachamama (Vida Material) y Pachankamachaña (Vida Social). El primer plano se refiere a un todo exterior sobre el que el ser humano no puede influir directamente. La idea de Pachamama se relaciona con aquellas fuerzas que permiten que la vida se exprese en todo lo material, un plano ya tangible e influenciable.
Pachankamachaña hace referencia a la vida social, integrada por los seres vivientes vinculados por el espacio-tiempo con el fin de que la vida y la reproducción sean posibles. De éste, se desprende a su vez un cuarto plano: Pachankiri (Vida Real), donde todas las actividades tienen lugar: agricultura, pesca, arte… pero no bajo una visión antropocéntrica, sino en una relación de igualdad con todos los elementos de la naturaleza, estableciendo un paisaje espiritual, donde la astronomía y la geografía tienen un carácter viviente.
Pero acercarse a esta forma de entender el mundo requiere un esfuerzo añadido de una vibrante complejidad. En efecto, esta cosmovisión va unida al propio lenguaje, a su semántica, a su sintaxis, a la entonación de las palabras, a la melodía de las frases y a la expresividad de la persona que habla. Porque los idiomas amerindios, y, especialmente el Quechua y el Aymara, se conforman estructuralmente desde la palabra, no desde la escritura. No es que no sólo no sean culturas del libro, sino que en su aspiración están implícitos tanto el aparato fonador como el auditivo. No hay escisión entre el acto de habla y el de escucha: el yo está siempre presente dentro de una concepción en espiral del tiempo. Pero es un yo ego, un yo lingüístico. Esta concepción lingüística se percibe así misma como cuerpo, como parte del cuerpo. Son idiomas que se perciben y se representan como fisiología. Ya Ludovico Bertonio, en su “Arte de la lengua Aymara” se percató de la inmensa plasticidad y flexibilidad y vio a esta lengua como el lenguaje de Adán. Esta cualidad espaciotemporal recogida como rasgo idiomático es lo que ha permitido a los indígenas estar en un permanente pensamiento bilingüe: desde su fisiología han aprendido el Castellano; y lo que llamamos rasgos dialectales, ingenuamente etiquetado como producto de las lenguas aflautadas por su carencia de vocales e y o, no es sino el proceso vivo de una permanente transacción orgánica.
El trabajo de Eva Santos reunido en “Ellos, yo y su yo” establece un vínculo de alteridad con algunos de los habitantes bolivianos que viven en Madrid, no desde un punto de vista donde la huella, la sombra y el reflejo son una muestra indicial del sujeto, sino atendiendo a la lógica lingüística del quechuamaya, donde la tradición oral conforma el lenguaje, entendido éste como una parte del cuerpo.
Ese cuerpo de experiencias, su Pachakamak, trascrito por la artista, ahora ya Pachamama, deviene Pachankamachaña mediante el sutil juego de los préstamos, su yo aparece revertido sobre el yo de la artista retratada, pero no a la maniera: el retrato de la artista es entonces apariencia de ella y rostro del otro, rompiendo el sortilegio de dejar de existir cuando no somos mirados.
Francisco Guillén Martínez